LA SALVACIÓN
ARMONÍA INTERRUMPIDA
El amor. La armonía. La perfección. Hubo un momento cuando toda la creación entonaba la misma gloriosa canción.
La desarmonía irrumpió cuando un ser que era perfecto abusó de la libertad que Dios le había dado. Satanás, “el Acusador”, escogió el egoísmo y la calumnia en lugar de la verdad y el amor. Satanás afirmó que Dios no era justo, que era duro y controlador, privándole a otros de lo que se merecían.
El engaño de Satanás se llevó una tercera parte de los ángeles celestiales, que Dios expulsó del cielo. Satanás reclamó el señorío de nuestro planeta cuando engañó a la primera pareja, Adán y Eva, llevándolos a dudar de que Dios era amante y digno de confianza. Ese primer pecado distorsionó la imagen de Dios en nosotros, volviendo al mundo contra sí mismo y poniéndolo en peligro de autodestruirse.
El “gran conflicto” sobre el carácter de Dios, sobre el bien y el mal, no ha terminado. A pesar de ello, Jesús, el propio Hijo de Dios, resolvió hace dos mil años esa pregunta fundamental cuando dio su vida por la humanidad.
¿Cuán profundo es el amor de Dios? La muerte sacrificial de Cristo mostró que Dios estuvo dispuesto a pagar un costo incalculable por nuestros pecados. Su sacrificio reveló el verdadero horror del pecado y dejó en claro que se puede confiar en Dios. ¿Por qué la muerte de Cristo hizo una diferencia semejante? Porque Jesús vivió la vida perfecta que nosotros no podíamos vivir y murió la muerte que cada uno de nosotros merecía.
El resultado: Podemos vivir para él, ahora y siempre. El sacrificio de Cristo nos reconcilia con un Dios perfecto y transforma nuestros corazones. El Espíritu Santo nos muestra la necesidad que tenemos de Dios y nos garantiza que somos salvados y estamos perdonados. El Espíritu escribe un nuevo mensaje en nuestro corazón, capacitándonos para vivir en libertad, servicio y alegría. Dios nos trata como si jamás hubiéramos pecado, jamás dudado, jamás apartado del camino.
El mismo Jesús que sometió a los demonios durante su vida declaró por su muerte la victoria sobre todos los poderes del mal. La resurrección de Jesús garantiza que la muerte misma dejará de existir. Nuestra nueva vida en Jesús nos libera del temor de la muerte y la vergüenza de nuestro pasado.
Al conectarnos con Jesús, el Espíritu Santo calma nuestro corazón y nos transforma la visión. Nuestra vida espiritual crece a medida que hablamos con Dios, meditamos en su Palabra, compartimos nuestra fe y adoramos mediante la música y el compañerismo.
Satanás acusó a Dios de no ser digno de confianza y de ser injusto. Dios nos dio la libertad de escoger, y la historia humana muestra el resultado de la rebelión, y el increíble poder del amor de Dios para salvarnos.
La humanidad entera se encuentra envuelta en un conflicto de proporciones extraordinarias entre Cristo y Satanás en torno al carácter de Dios, su ley y su soberanía sobre el universo. Este conflicto se originó en el cielo cuando un ser creado, dotado de libre albedrío, se exaltó a sí mismo y se convirtió en Satanás, el adversario de Dios, e instigó a rebelarse a una porción de las angeles. El introdujo el espíritu de rebelión en este mundo cuando indujo a pecar a Adán y a Eva. El pecado produjo como resultado la distorsión de la imagen de Dios en la humanidad, el trastorno del mundo creado y posteriormente su completa devastación en ocasión del diluvio universal. Observado por toda la creación, este mundo se convirtió en el campo de batalla del conflicto universal, a cuyo término el Dios de amor quedará finalmente vindicado. Para ayudar a su pueblo en este conflicto, Cristo envía al Espíritu Santo y a los ángeles leales para que lo guíen, lo protejan y lo sustenten en el camino de la salvación (Apocalipsis 12:4-9; Isaías 14:12-14; Ezequiel 28:12-18; Génesis 3; Romanos 1:19-32; 5:12-21; 8:19-22; Génesis 6-8; 2 Pedro 3:6; 1 Corintios 4:9; Hebreos 1:14).
LA VIDA, MUERTE Y RESURRECCIÓN DE CRISTO
Dios envío a Jesús, su Hijo, para vivir la vida perfecta que nosotros no podíamos y para morir la muerte que nos merecíamos. Cuando aceptamos el sacrificio de Cristo, tenemos acceso a la vida eterna.
Mediante la vida de Cristo, de perfecta obediencia a la voluntad de Dios, sus sufrimientos, su muerte y su rresurrección, Dios proveyó el único medio válido para expiar el pecado de la humanidad, de manera que los que por fe acepten esta expiación puedan tener acceso a la vida eterna, y toda la creación pueda comprender mejor el infinito y santo amor del Creador. Esta expiación perfecta vindica la justicia de la ley de Dios y la benignidad de su carácter, porque condena nuestro pecado y al mismo tiempo hace provisión para nuestro perdón. La muerte de Cristo es vicaria y expiatoria, reconciliadora y transformadora. La resurrección de Cristo proclama el triunfo de Dios sobre las fuerzas del mal, y a los que aceptan la expiación les asegura la victoria final sobre el pecado y la muerte. Declara el señorío de Jesucristo, ante quien se doblará toda rodilla en el cielo y en la tierra (Juan 3:16; Isaias 53; 1 Pedro 2:21-22; 1 Corintios 15:3-4, 20-22; 2 Corintios 5:14-15, 19-21; Romanos 1:4; 3:25; 4:25; 8:3-4; 1 Juan 2:2; 4:10; Gálatas 2:15; Filipenses 2:6-11).
El Espíritu Santo revela nuestra necesidad de Cristo y, cuando aceptamos la gracia y la salvación de Dios, nos hace nuevas criaturas. El Espíritu edifica nuestra fe y nos ayuda a dejar atrás una vida quebrantada.
Con amor y misericordia infinitos Dios hizo que Cristo, que no conoció pecado, fuera hecho pecado por nosotros, para que nosotros pudiésemos ser hechos justicia de Dios en él. Guiados por el Espíritu Santo sentimos nuestra necesidad, reconocemos nuestra pecaminosidad, nos arrepentimos de nuestras transgresiones, y ejercemos fe en Jesús como Señor y Cristo, como Sustituto y Ejemplo. Esta fe que recibe salvación nos Ilega por medio del poder divino de la Palabra y es un don de la gracia de Dios. Mediante Cristro somos justificados, adoptados como hijos e hijas de Dios y librados del señorío del pecado. Por medio del Espíritu nacemos de nuevo y somos santificados; el Espíritu renueva nuestras mentes, graba la ley de amor de Dios en nuestros corazones y nos da poder para vivir una vida santa. Al permanecer en él somos participantes de la naturaleza divina y tenemos la seguridad de la salvación ahora y en ocasión del juicio (2 Corintios 5:17-21; Juan 3:16; Gálatas 1:4; 4:4-7; Tito 3:3-7; Juan 16:8; Gálatas 3:13-14; 1 Pedro 2:21-22; Romanos 10:17; Lucas 17:5; Marcos 9:23-24; Efesios 2:5-10; Romanos 3:21-26: Colosenses 1:13-14; Romanos 8:14-17; Gálatas 3:26; Juan 3:3-8; 1 Pedro 1:23; Romanos 12:2; Hebreos 8:7-12; Ezequiel 36:25-27; 2 Pedro 1:3-4; Romanos 8:1-4; 5:6-10).
La salvación transforma nuestra manera de ver el mundo. Ya no tememos el pasado o el futuro, sino que abrazamos un presente lleno de esperanza, amor, entusiasmo y alabanza, porque el Espíritu vive en nosotros.
Jesús triunfó sobre las fuerzas del mal por su muerte en la cruz. Aquel que subyugó los espíritus demoníacos durante su ministerio terrenal, quebrantó su poder y aseguró su destrucción definitiva. La victoria de Jesús nos da la victoria sobre las fuerzas malignas que todavía buscan controlarnos y nos permite andar con él en paz, gozo y la certeza de su amor. El Espíritu Santo ahora mora dentro de nosotros y nos da poder. Al estar continuamente comprometidos con Jesús como nuestro Salvador y Señor, somos librados de la carga de nuestras acciones pasadas. Ya no vivimos en la oscuridad, el temor a los poderes malignos, la ignorancia ni la falta de sentido de nuestra antigua manera de vivir. En esta nueva libertad en Jesús, somos invitados a desarrollarnos en semejanza a su carácter, en comunión diaria con él por medio de la oración, alimentándonos con su Palabra, meditando en ella y en su providencia, cantando alabanzas a él, reuniéndonos para adorar y participando en la misión de la iglesia. Al darnos en servicio amante a aquellos que nos rodean y al testificar de la salvación, la presencia constante de Jesús por medio del Espíritu transforma cada momento y cada tarea en una experiencia espiritual. (Sal. 1:1, 2; 23:4; 77:11, 12; Col. 1:13, 14; 2:6, 14, 15; Luc. 10:17-20; Efe. 5:19, 20; 6:12-18; 1 Tes. 5:23; 2 Ped. 2:9; 3:18; 2 Cor. 3:17, 18; Fil. 3:7-14; 1 Tes. 5:16-18; Mat. 20:25-28; Juan 20:21; Gál. 5:22-25; Rom. 8:38, 39; 1 Juan 4:4; Heb. 10:25).